Aunque uno pueda eludir los despertadores tecnológicos, el reloj vital de la bestia no perdona, y éste pedía su ración de “Roca”. Como siempre ante este panorama volví a elucubrar la posibilidad de haberlo adiestrado en el uso de inodoro. Quimeras matutinas. Signo evidente de no haber completado el proceso de despierte.
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La calle no estaba tan fría, la humedad del ambiente había hecho subir la temperatura, y ningún viento sañudo se empeñaba en recordar empíricamente su existencia. El barrio estaba ya en marcha y los repartidores acababan el abastecimiento matutino del mercado y el hiper.
En esas me andaba conmigo mismo cuando me cruzo con una propia ama de casa. Propia por digna, en todas sus acepciones. Arreglada y a la vez con los signos identificativos de su rol: carrito de la compra, ropa de calle pero no de trabajar, peinado en modo doméstico…
Me doy cuenta de que repara en la bestia para acto seguido dirigirse a mí con una idea que le acababa de cruzar la mente; pero sin perder una expresión en la cara que contenía el aroma que se comparte desde Dunkerke a el Annual, pasando por Carrhae y Adana, la derrota pese a la supervivencia:
-“¿Podrías darme algo para comprar huesos de pollo a mi perro?”
Me dijo. Me susurro. Y en el tiempo que tardé en decodificar los sonidos y la situación me dio tiempo incluso a plantearme si de verdad tendría perro.
A partir de aquí no importa el relato, ni la causa, ni las interrogantes importan, pues todo lo domina ese hedor a derrota en la supervivencia. La humillación que comporta la petición de auxilio.