
Se llega a una cierta edad en la que ciertas cosas no deberían pasar, ¿o sí?
No puede ser que con la cara de perro, y ese ladrido encantador innato que se gasta uno, se ponga a punto de nieve al pensar en llamarse Sam o por la desdicha ajena.
Al final tendrá razón el borracho pescador, (-o era cipotón enano?-), al decir que cuando doblan las campanas, “doblan por mí”.
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