
Allí y entonces vivía un pescador con cormorán llamado Nadie. Nadie salía todas las mañanas en su pequeña falua de vela triangular para recorrer los bordes del lago en busca de frutas y leña. Durante el viaje, su cormorán pescaba y Nadie se aseguraba el sustento.
Una mañana, en uno de las zambullidas, en lugar del barbo en que se había fijado, su mascota apresó a la muerte que acechaba al pez. Nadie no salía de su asombro, no sabía que hacer. Por fín, se atrevió a negociar con ésta su liberación a cambio de no tener que rendirla nunca cuentas.
"Eso es imposible", le argumentó Muerte, que por aquellos días aún no era tan vieja y por lo tanto no tan sabía. Pero si le concedió, a cambio de su liberación, el privilegio de escoger el modo.
Nadie, confiado en su inmortalidad siguió con su vida apacible, postergando ilimitadamente sus planes ya que contaba con todo el tiempo del mundo para realizarlos. Y su historia comenzó a correr de boca en boca.
Un día, mientras Nadie recogía leña al borde de un estanque de nenúfares, su cormorán se miró en el reflejo del agua y, asustado al verse junto al reflejo de la Muerte, emprendió un frenético vuelo, con tan mala suerte que, la cadena que lo tenía preso a la chalupa se enroscó en el cuello de su amo, terminando por asfixiarle.
Mientras tanto, el relato de lo acontecido a Nadie con Muerte fue corriendo por todos los lugares, durante mucho tiempo, hasta que finalmente quedó reducido a una simple frase: “Nadie está a salvo de La Muerte”
1 comentario:
Qué mal rollo me ha dado, Jaime, hijo...
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